HOY TE CONTAMOS… LOS LOCOS DEL VINO.

HOY TE INVITAMOS A LEER UN MAGNÍFICO ARTÍCULO DE JESÚS RODRÍGUEZ, PUBLICADO EN EL PAÍS.

LOS LOCOS DEL VINO

Hacen los vinos con más futuro de nuestro país. Con la ecología como bandera, pasión por el viñedo y vocación de vender fuera, elaboran caldos únicos que reflejan un suelo y una historia.

Están locos. Sostienen que el vino es algo más que un líquido rojo, sedoso y brillante que brota una vez al año de un racimo de uvas. Y actúan en consecuencia. Son extremistas. No dan un paso atrás. Mantienen que el vino es un milagro, una parte esencial de nuestra cultura, y se obstinan en que cada una de sus botellas encierre el misterio de una tierra y unas uvas únicas; una luz, aromas, flora y fauna inimitables; una tradición e historia irrepetibles. Que sea un eslabón que nos conecte con los fenicios, griegos y romanos. Con los monasterios cistercienses, con el sofisticado Medoc alavés del XIX. Siglos de una viticultura natural anterior a los tractores, herbicidas, pesticidas y fertilizantes. A las modas. Y al marketing. Que se nutre de oficios y herramientas que hoy parecen anticuados y ellos consideran vigentes. Para estos locos, el vino debe ser alimento, salud, magia y placer. Excelencia. El reflejo de un país. Una forma de vida que se está perdiendo e intentan recuperar. Un resumen envasado de nuestras señas de identidad. Así lo quieren vender al planeta. Porque el vino, además de su lado romántico, ese que atrajo inexorablemente al ilustrado financiero alemán Dominik Huber a dejar todo, cambiar de vía y venirse a elaborar grandes vinos al Priorato con apenas 30 años y una mano atrás y otra delante, es también un negocio que mueve 200.000 millones de euros. Una mina de oro carmesí que ofrece singularidad y paisajes irrepetibles para un turismo de supercalidad con el que enfrentarnos a los tiempos de crisis.

Luchan por ese modelo. Por el culto a la viña. Por la vuelta a lo primigenio. Con poco dinero y mucha ambición. Y enfrentándose a menudo con la incomprensión de sus compañeros y vecinos que nunca entendieron su filosofía y les tacharon de excéntricos. Y con las administraciones públicas, de las que nunca han recibido un euro porque para ellas modernizar el sector vitícola suponía arrancar, mecanizar, uniformizar y apostar por la vulgaridad. Y perder el alma.

Esa no es la hoja de ruta de los locos. Así no se va a ningún lado. España, el primer viñedo del mundo por extensión, con más variedades y tradición que ningún otro, vende, sin embargo, sus botellas en los mercados internacionales a un precio muy inferior al de sus seculares rivales del Viejo Mundo (Francia e Italia) y, al tiempo, tampoco puede competir con el Nuevo Mundo (Australia, Chile, Argentina, Nueva Zelanda, Sudáfrica) en los segmentos más bajos. Ni viejos ni nuevos. Ni buenos ni malos. Somos invisibles. Y eso es perceptible en cualquier gran tienda de vinos de Londres o Nueva York, donde nuestras marcas están ausentes y hay que ir a los supermercados de barrio para por fin toparse con cava barato y tintos mediocres made in Spain. Esa falta de prestigio es también evidente en los estantes de los duties de los aeropuertos de medio mundo, donde uno encuentra los vinos más obvios, rancios, anticuados y peor etiquetados del sector vitivinícola español frente al glamour francés, la simpatía italiana y el toque cool de los nuevos jugadores. Esa es la imagen que proyectamos en las autopistas de la comunicación del planeta: bajo precio, escasa imagen y poco gancho. Tópicos que hay que desterrar. Los popes mundiales del sector definen nuestra viña como un «diamante en bruto del que se ignora casi todo y que puede dar sorpresas». Parece que aún no nos hemos enterado.

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